Yo, el vampiro. Primera y Segunda Parte.

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    Este relato está sacado de un blog, el cual, además de este apartado para relatos incluye algunos más, incluso para mayores de 18 años.
    Me ha gustado, si os gusta, y queréis seguir leyendo continuaré con su relato hasta donde ha llegado él.

    Es fácil de encontrar, es un blog de una aficionado a los relatos, podéis salir del foro aquí o seguir leyendo. Aquí os presento el primero.

    Relatos: Yo, Vampiro (I)
    1. Mi nacimiento.

    Mi nombre es Esaú, y soy un vampiro. Durante más de novecientos años no he sentido necesidad alguna de contar mi historia. Sin embargo, es ahora, tras tanto tiempo en las sombras, cuando deseo dar a conocer mi existencia. No sé si el lector alcanzará a entender mis razones para ello, pero tampoco me importa demasiado. A lo largo de los años he sido testigo de cosas maravillosas, pero también de terribles atrocidades. ¿De qué sirve haber vivido tanto tiempo y haber acumulado tantos conocimientos si no puedo transmitírselos a nadie? Del mismo modo que no tendría ningún sentido componer la más hermosa melodía si no hay nadie que pueda escucharla, ¿qué sentido habrá tenido mi existencia si nadie llega a conocerla?.
    No piense el lector que mi vida está llegando a su fin. No estoy cansado de vivir. Al menos no todavía. Pero supongo que el tiempo ha acabado haciendo mella en mí. Los tiempos cambiantes y el mundo, siempre en constante evolución, han conseguido mantener mi interés durante más de nueve siglos. Sin embargo, son los mortales los que siempre me han cautivado. Los mortales, a los que amo y envidio al mismo tiempo. Por su eterna esperanza de un mundo mejor, que les hace fuertes. Por su mortalidad, que les da el descanso eterno. Por sus sentimientos exacerbados, que les hacen sentir vivos cada instante de su vida.
    Pero al fin, tras tanto tiempo viviendo entre ellos he comprendido que, a través de los siglos, sus esperanzas y temores siguen siendo los mismos. Sondeo sus mentes y no soy capaz de encontrar diferencias entre un mortal del siglo XI que viviera en Francia y otro del siglo XXI que viva en Japón. Poder, riqueza, amor… Los mortales son tan simples en su existencia y, al mismo tiempo, tan fascinantes, que me cuesta creer que una vez fui uno de ellos.

    Apenas recuerdo nada de los primeros años de mi vida mortal. De vez en cuando surgen de mi mente imágenes breves e inconexas de paseos a caballo con mi padre mientras me mostraba las tierras que algún día llegarían a ser mías, de mi aprendizaje en el manejo de las armas, del rostro de mi madre… Tan solo retazos de un pasado perdido en el tiempo.
    Nací a la mortalidad en el año 1076, en los reinos cristianos del norte de España. Mi vida transcurría sin sobresaltos, en el castillo de mi padre, entre caballos, armas y fastuosos banquetes. Mi cabeza estaba llena de historias de héroes y villanos. De grandes batallas contra el moro invasor. De caballeros que alcanzaban fama y honor y eran admirados y temidos gracias a sus increíbles gestas en el campo de batalla. Y yo ansiaba con todas mis fuerzas ser como ellos. Esperando mi oportunidad, me entrenaba en el manejo de las armas con una pasión desenfrenada , casi sin descanso.
    Un día, un ilustre viajero que llegó al castillo buscando refugio para pasar la noche, trajo hasta nosotros la noticia de que el Papa Urbano II había hecho una prédica para la toma de Los Santos Lugares: la Primera Cruzada. Era el año 1095.
    Era mi gran oportunidad. Lleno de ilusión, pedí permiso a mi padre para unirme a la expedición. Pero él se negó en redondo. Era su hijo mayor y, por lo tanto, el heredero del título y las tierras. No podía poner mi vida en peligro. Y menos aún teniendo en cuenta la permanente amenaza que para nosotros significaba la presencia de los musulmanes al sur. Pero finalmente mis argumentos consiguieron convencerle. Por un lado, una familia como la nuestra, conocida en todo el reino, no podía permitirse el lujo de ausentarse de tan magno evento. Y, por otro lado, si me pasaba algo a mí, el apellido no se perdería, pues mi hermano podría darle continuidad.
    Así, pues, mi padre lo arregló todo para que me uniera a las huestes de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, a quien unía una profunda y antigua amistad.
    Partí del castillo de mi padre pertrechado con todo el bagaje necesario para emprender tan magna aventura. Pero no iba solo. Me acompañaban tres hombres de confianza de mi padre, con el encargo de ayudarme y velar por mí mientras estuviera lejos de mi hogar.
    No entraré en detalles sobre las penalidades sufridas, los encarnizados combates librados, los amigos perdidos –entre ellos mis tres acompañanates- o los maravillosos lugares que vi durante nuestro periplo. Baste decir que el 7 de junio del año 1099 entramos en la Ciudad Santa de Jerusalén.
    Poco imaginaba yo, entonces, cómo iba a cambiar mi existencia en unos pocos días. Todo comenzó –o terminó, dependiendo del punto de vista- cuando el conde de Tolosa me encomendó la misión de escoltar una caravana con provisiones desde Jerusalén hasta una de las guarniciones que habíamos dejado en nuestro camino hacia la Ciudad Santa. Partí al alba al mando de la caravana y de un grupo de veinte hombres armados. El viaje transcurrió sin novedad hasta el anochecer del día siguiente, cuando fuimos atacados por un numeroso grupo –de unos cuarenta o cincuenta jinetes- de sarracenos que, hambrientos y derrotados, lo único que buscaban era hacerse con las provisiones que transportábamos. Cogidos por sorpresa, luchamos como pudimos contra nuestros atacantes. Casi al principio del combate, el impacto de una flecha en un hombro me derribó del caballo. Recibí a nuestros atacantes a pie, con la espada desenvainada y furioso por el dolor en mi hombro. Conseguí derribar a dos de ellos y darles muerte. Durante un instante de respiro, pude atisbar a lo lejos una nube de polvo que revelaba la presencia de un nutrido grupo de jinetes al galope. Sin saber aún si eran amigos o enemigos, continué combatiendo con denuedo. Sin embargo, dolorido como estaba a causa de la flecha y sin montura, vi, impotente, cómo uno de nuestros atacantes lanzaba su enorme caballo de guerra contra mí para derribarme. Sin posibilidades de defenderme, el jinete me infligió un profundo corte con su cimitarra.
    Tendido en el suelo, mientras mi sangre se mezclaba con el polvo del desierto, pude ver cómo el enemigo se retiraba. Aún pude conservar el conocimiento el tiempo suficiente como para ver que los jinetes que cabalgaban hacia nosotros portaban la cruz de cristo en sus vestiduras llenas de polvo. Creí reconocer a varios de ellos. Eran soldados de la guarnición a la que nos dirigíamos y que, sin duda, enterados de la existencia de la partida que nos había atacado, habían salido a nuestro encuentro para escoltarnos. Por desgracia, habían llegado demasiado tarde.
    Herido y agotado, perdí el conocimiento.
    A partir de ese momento, mi memoria se torna nubosa. Recuerdo haber recuperado el consciencia de forma intermitente mientras era transportado posiblemente en un carro. Afortunadamente, los periodos de lucidez no eran demasiado largos, por lo que el sufrimiento no era excesivo.
    En otro momento creí yacer en una cama, junto a otros hombres enfermos o heridos, como yo, en una gran sala. Junto a mi lecho, una figura alta, posiblemente de mujer, me observaba.
    No sé cuanto tiempo estuve inconsciente, pero cuando volví a recuperar el conocimiento, me encontraba totalmente descansado. De hecho, no recordaba haber estado nunca mejor.
    Me hallaba en un lugar oscuro aunque, para mi sorpresa, podía ver perfectamente lo que me rodeaba. Estaba tendido en una cama con dosel en una habitación con paredes de mármol y ricamente adornada. Probablemente me habían llevado de vuelta a Jerusalén, donde, debido a mi rango, me habían alojado en un palacio o castillo y habían curado mis heridas.
    Me sorprendí al no notar ningún dolor en mi cuerpo. Nunca había sido herido de esa forma, pero siempre había creído que el dolor sería atroz durante el periodo de recuperación. Y, sin embargo, no sentía nada fuera de lo normal. Quizá las heridas habían resultado no ser tan graves…
    Aún dudando por lo que podría encontrar, levanté la sábana que cubría mi cuerpo desnudo. Mi sorpresa fue mayúscula. No sólo no había herida, sino que mi cuerpo no presentaba ninguna cicatriz. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Lo mismo podían haber pasado un par de días como semanas o meses. Eso explicaría que la herida hubiera cicatrizado. Sin embargo no había razón alguna para la ausencia de cicatriz.
    Al cabo de unos segundos apenas pude ahogar un grito al darme cuenta de un detalle que había pasado por alto al principio: efectivamente, mi cuerpo no presentaba ninguna cicatriz. Pero no sólo echaba en falta la de la herida que había sufrido en la batalla, sino todas las cicatrices. Por alguna clase de magia que no alcanzaba a comprender, todas las señales de mi cuerpo habían desaparecido.
    Fue entonces cuando la oí por primera vez. “Por fin has despertado”. Era la voz más hermosa que había escuchado jamás. Cálida y sensual, sus palabras me abrazaron con la suavidad de la seda.
    Busqué el origen de la voz y la descubrí en un rincón de la habitación, aunque, curiosamente, al despertar y estudiar la estancia, su presencia me había pasado por alto.
    Era una mujer alta, ricamente vestida y tan hermosa que su sola presencia era capaz de iluminar la habitación como si dentro de ella se concentraran mil soles.
    Avanzó hacia mí lentamente. Cada uno de sus movimientos era pura poesía. Se movia como un felino, sin hacer ruido. Entonces pude apreciar mejor sus facciones. Eran muy delicadas. Tenía la tez blanca y sus cabellos ondulados, de color rubio ceniciento, recogidos en un elegante peinado. Sus ojos, de un color que no pude determinar, me miraban fijamente. Me enamoré al instante de ella.
    Volvió a hablar. “Has tardado mucho. Por un momento pensé que había llegado demasiado tarde”. Con sorpresa, advertí que, si bien había escuchado sus palabras, ella no había despegado los labios en ningún momento.
    -¿Quién sois? –pregunté.
    “No uses la voz. No es necesario entre nosotros. Tan solo piensa lo que quieres decir y proyéctalo hacia mí”.
    Probé a hacer lo que me decía. “¿Quién eres? ¿Por qué me has salvado?”.
    “Mi nombre es Isabelle. Y no te he salvado. O, al menos, no como tú crees”.
    “Pero estoy vivo”.
    “No. Estás muerto”.
    Me horroricé al escuchar sus palabras. ¿Cómo podía decir que estaba muerto? Estaba respirando, y pensando. Desde luego no estaba muerto. “No te creo”, le dije. Y, sin embargo, de alguna forma supe que me decía la verdad. No sé explicar cómo, pero sentí que no me mentía. Algo en su mente me lo decía. Y, sorprendentemente, no me costó aceptarlo. Simplemente, estaba muerto. Era un hecho y discutirlo no conducía a ninguna parte.
    “¿Dónde estamos?”
    “En Constantinopla”
    “Dios mío. Entonces debe haber pasado mucho tiempo desde que fui herido”.
    “Apenas cuatro días”.
    “¡Mientes!”.
    “Sabes que no”.
    Sí, lo sabía. Pero no quería admitirlo. “Fui herido… y me llevaron a… ¿un hospital?”.
    “Tus compañeros te llevaron de nuevo a Jerusalén”.
    “¡Te recuerdo! Tu estabas junto a mí en aquel lugar”.
    “Sí”.
    Pero ¿qué hacías allí? Quiero decir…”.
    “Ah, sé a lo que te refieres. Pero sigues pensando en términos mortales. Era una mujer en una zona de guerra, sí… pero también soy mucho más”.
    “¿Qué eres?”
    Ella sonrió, y su sonrisa me llenó de calor. “Soy un vampiro… como tú ahora”.
    Me quedé aturdido al escuchar sus palabras. ¿Un vampiro? Había oído historias al respecto. Viejas leyendas que se contaban por las noches junto al fuego de los campamentos.
    “Los vampiros son seres demoníacos. Servidores de Satanás”
    “¿Acaso te parezco un ser demoníaco?”
    Ciertamente no. Aquella criatura era lo más hermoso que había visto nunca. Y, por otro lado, no podía negar que algo había cambiado en mí. Podía comunicarme directamente a través de mis pensamientos. Mis cicatrices habían desaparecido. Podía ver en la oscuridad…
    “Y eso no es todo. Aún debes aprender mucho. Yo seré tu maestra”.
    Ella podía leerme la mente. ¿Podría leer yo la suya?
    “Puedes. Pero no lo intentes aún. Es mejor así, de momento”
    “No has respondido a mi pregunta de antes. ¿Qué hacías allí?”
    “Te buscaba a ti”
    “¿A mí? ¿Por qué yo?”
    “Hace tiempo que busco un compañero. La soledad puede llegar a pesar más que el propio Don. Te he seguido. He sondeado tu mente. He estudiado tus acciones. Y supe que tú eras un buen candidato. Oh, había otros que me habrían servido igualmente. Llámalo una cuestión de azar. Por otro lado, no era mi intención actuar tan pronto. Pero cuando sentí que habías sido herido, acudí a tu lado, te traje aquí y te di de beber de mi sangre. Así es como te transmití el Don”.
    Así que había sido elegido entre otros muchos. De momento me bastaba con sus explicaciones. Pero en algún momento me gustaría profundizar en ellas. “¿A qué Don te refieres?”
    “A la inmortalidad”
    “¿Eres inmortal?”
    Isabelle frunció el ceño. “No hables como si fuéramos diferentes. Ahora tú también eres inmortal. Sí, ambos somos inmortales. Pero no somos totalmente invulnerables. Debes guardarte de la luz del sol y del fuego, pues ambas cosas podrían destruirte”.
    “¿Cómo…?”
    “Basta de preguntas por el momento. Debes alimentarte. ¿No sientes la Sed?”.
    Hasta ese instante no me había dado cuenta. Pero nada más mencionarlo, efectivamente, sentí una sed muy intensa.
    “Oh, si… siento la Sed en ti. Ven”, me dijo.
    Sin sentir ningún pudor, me levanté de la cama, desnudo como estaba, y me acerqué a ella. Me cogió de la mano y me acercó hasta que nuestros cuerpos se juntaron. Nos besamos. Su boca me recorrió el cuello y sentí sus colmillos en mi cuello. Y después, el éxtasis. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo describir el cúmulo de sensaciones y visiones que invadieron mi mente mientras ella saciaba su Sed conmigo?. Fui suyo. Me di por completo. Sentí cómo mi sangre fluía de mi cuerpo al suyo. Cómo ambos nos convertíamos en un solo ser…
    Cuando me soltó caí de rodillas ante ella, extasiado y, al mismo tiempo, agotado. Ella se agachó y me levantó con facilidad, como si fuera una pluma, me abrazó y me llevó hasta un armario, lo abrió y seleccionó una serie de ropas. “Vístete”, me dijo.
    Cuando lo hube hecho, y ya completamente recuperado, Isabelle me condujo fuera de la habitación y pude comprobar que nos encontrábamos en un palacio. Me enseñó todas las estancias y, cuando estábamos en el sótano, me llevó hasta una pared donde una gran piedra tallada tapaba lo que parecía la entrada a un túnel.
    “Muévela”.
    “Pesa demasiado para mí”.
    “Ahora ya no”.
    Era cierto. Moví la piedra con sorprendente facilidad. Asi que esa era otra de mis recién adquiridas habilidades…
    Nos adentramos en el oscuro túnel y bajamos unas escaleras hasta llegar a una amplia cámara excavada en la roca. En el centro de la cámara había cinco sarcófagos de piedra, con aspecto de ser viejos como el tiempo.
    “El del centro es el mío. Tú pedes usar el de la derecha”.
    “¿Dormiremos aquí?”
    “Sí. Es el lugar más seguro para nosotros. Ningún rayo de luz puede llegar hasta aquí abajo. Ahora debemos salir. Has de alimentarte”.
    Salimos a la noche montados en sendos corceles que cogimos de las caballerizas del palacio. La capital del Imperio Romano de Occidente se abría ante nosotros, mostrándonos todos sus tesoros.
    Casi en el instante en que salimos a la calle, mi mente se vio asaltada por un torbellino de pensamientos. A punto estuve de caer del caballo. Solté las riendas y me mesé la cabeza, intentando desesperadamente expulsarlos de mi interior. Apenas era capaz de formular mis propios pensamientos. “¿Qué es esto?”, pregunté a mi creadora.
    “Los pensamientos de la gente que nos rodea. Aíslalos. Deja entrar en tu mente sólo los que tú quieras”.
    Poco a poco, concentrándome, pude rechazarlos y, tal y como Isabelle decía, dejarlos entrar en mi mente de forma ordenada. Entonces, no sólo podía leer la mente de Isabelle, ¡sino también la de todos los mortales!.
    Mientras avanzábamos por las calles de la ciudad hacia lo que aprecía ser la periferia, me entretuve en ejercitar este nuevo poder. Escuché los pensamientos de la gente en sus casas, de aquellos que se cruzaban con nosotros en la calle. Y sentí que aquello era algo maravilloso.
    Pero había algo más que sus pensamientos. Algo que me atravesaba como una espada: su olor. El olor a mortal me invadía por cada uno de los poros de mi pálida piel. Me llamaba. Me atraía hacía ellos. Apenas si podía resistir la tentación de lanzarme contra aquellos con los que nos cruzábamos en la calle.
    Ella percibió mi inquietud. “Contén tus impulsos. No debemos revelar a los mortales nuestra naturaleza. Si supieran de nuestra existencia, nos exterminarían”.
    “Nosotros somos más poderosos”.
    “Pero ellos son más numerosos”.
    Acepté sus explicaciones y continué cabalgando a su lado hasta que los palacios y grandes casas señoriales dieron paso a casas de piedra y, finalmente, estas dejaron su espacio a pequeñas casas de barro. Supuse que habíamos llegado a los barrios bajos de la ciudad. Donde todo podía comprarse y venderse -desde una gallina hasta una mujer- y donde la vida de una persona valía lo que se puediese pagar por ella.
    “Hemos llegado” dijo, Isabelle.
    Descabalgamos y seguimos a pie, llevando a nuestras monturas de las riendas.
    “¿A qué hemos venido?”, pregunté.
    “A cazar”.
    “¿A cazar gente?”.
    Ella captó mi tono de disgusto.
    “Debemos cazar para sobrevivir”
    “¿Y por qué no sobrevivir cazando animales?”
    Ella se detuvo y me miró muy seria. “Si hicieras eso serías indigno del Don. Eres un vampiro. Compórtate como tal”. Continuó andando y yo la seguí. Isabelle siguió hablando. “No debes mezclar la caza con tus sentimientos. Si quieres amar a los mortales, hazlo. Nadie te lo impide. Pero recuerda siempre dónde están ellos y dónde estás tú”.
    “Pero son tan débiles, tan ignorantes de lo que les rodea… Como…”, me interrumpí.
    “¿Cómo tú, antes de que yo te convirtiera?”.
    “Sí”, respondí con un hilo de voz.
    Ella se detuvo de nuevo y sonrió. Soltó una mano de las riendas de su caballo y cogiéndome de la nuca, me atrajo hacia ella para besarme.
    “Ven”, dijo, “detrás de esa iglesia encontraremos lo que buscamos”.
    Rodeamos el edificio y me llevó hasta una calle estrecha y maloliente donde nos detuvimos.
    “¿Y ahora qué?”
    “Mira allí”.
    Isabelle me señalaba lo que parecía una taberna. Se oían risas y gritos que salían de su interior.
    “Allí se reune lo peor de la ciudad: estafadores, ladrones, asesinos…”
    Entonces fui yo el que sonrió. “Veo que seleccionas a tus víctimas entre lo más granado de la sociedad”.
    Isabelle se encogió de hombros. “Ya que nos alimentamos de ellos, ¿por qué no hacerlo de los indeseables?”.
    “Vaya”, contesté, “¿estoy descubriendo un atisbo de escrúpulos?”. Casi inmediantamente sentí una oleada de furor que emanaba de ella.
    “No confundas los escrúpulos con la ética, muchacho. Incluso nosotros podemos tener una ética”.
    “¿Ética? Somos monstruos. Servidores del Diablo. ¿Y tú me hablas de ética?”
    “Dios, el Diablo… nunca he visto a ninguno de los dos. Sin embargo, nosotros somos reales. Llevo matando para alimentarme más años de los que puedas imaginar, y nunca ha venido nadie a decirme qué estaba bien o qué estaba mal”.
    De pronto una figura surgió del local. Una mujer. Comenzó a andar hacia nosotros.
    “Es para ti”, dijo Isabelle.
    Incluso con la distancia que me separaba de ella, pude apreciar su olor. El olor a sangre.
    Movido más por el instinto que por la razón, me abalancé hacia la infortunada mujer, la cogí por la cintura y subí hacia la azotea de uno de los edificios que bordeaban el callejón. No me di cuenta, hasta haber llegado arriba, de que no había emitido un solo grito. La dejé en el suelo y me separé de ella para contemplarla. No podía decir que fuera una gran belleza. O quizá sí lo fuera, pero inconscientemente no podía dejar de compararla con Isabelle. Y estaba claro que, para mí, nadie era comparable a Isabelle, mi creadora.
    Era bastante joven. Rondaría los veinte o veintidós años. Me miraba con unos ojos grandes y aterrorizados. Sin embargo seguía sin emitir un solo sonido. Pensé que quizá fuera muda.
    “No lo es”, oí la voz de Isabelle en mi cabeza. Me giré y la vi detrás de mí. “Es tu presencia lo que la paraliza. Tenemos ese poder sobre los humanos, si lo deseamos”.
    Volví a mirar a la muchacha. Se cubría el cuerpo con los brazos, en un vano intento de protegerse de mí.
    “Déjate llevar por la Sed, querido”
    Avancé hacia la joven y la cogí de una muñeca mientras con la otra mano desgarraba su vestido de un tirón, dejando al descubierto unos pechos pequeños y blancos. Y entonces clavé mis colmillos en su cuello, justo en la arteria, y comencé a succionar su sangre. Sentí cómo mi cuerpo entraba en calor mientras le arrebataba la vida. Ella se mostró dócil en todo momento, incapaz de hacerme frente.
    “Podemos proporcionar a los mortales una clase e intensidad de placer a la que jamás tendrían acceso de otra forma. Pero a cambio, les arrebatamos la vida”.
    Yo casi no la escuchaba, extasiado como estaba con la experiencia que estaba viviendo. Sentía la vida de la muchacha escapándose de su cuerpo mientras yo la absorbía poco a poco.
    Al final, usando toda mi fuerza de voluntad, me separé de ella, dejándola tendida en el suelo, agonizante.
    “¿Alguna vez habías sentido algo como esto? ¿No es maravilloso?”
    “Sí, lo es”, respondí. “Vámonos”.
    Recorrimos la ciudad durante un par de horas más. Isabelle me enseñó varios rincones, explicándome mil y una historias sobre la ciudad. Después volvimos al palacio que ahora llamaba mi hogar. Aún faltaba más de una hora para el amanecer.
    Después de dejar los caballos, Isabelle me condujo al piso de arriba. Intenté captar sus pensamientos, pero no pude. Entramos en una de las habitaciones, mejor adornada que en la que había despertado hacía tan solo unas horas, aunque a mí me parecían años. Isabelle cerró la puerta y cuando me giré hacia ella, se despojó de su vestido, quedando completamente desnuda. Se me hizo un nudo en la garganta mientras contemplaba su cuerpo desnudo. Sin duda las mismísimas diosas Venus y Afrodita palidecerían de envidia ante tamaña perfección de formas.
    “Ven a mí”, dijo mientras me tendía los brazos.
    Sentí cómo una irrefrenable oleada de lujuria se apoderaba de mí. Atravesé la estancia y la rodeé con mis brazos mientras la besaba con toda la pasión de que era capaz.
    Entre los dos conseguimos despojarme de mis ropas. Sentí su piel contra la mía y sus pechos apretados contra mi torso. La levanté del suelo. Ella rodeó mi cintura con sus piernas mientras yo apoyaba su espalda contra la puerta de la habitación. Y allí mismo la poseí por primera vez, mientras no dejaba de besarla.
    Después fuimos hasta la cama, donde seguimos acariciándonos, explorando nuestros cuerpos hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse entre el espeso cortinaje de las altas ventanas.
    Entonces descendimos hasta nuestro refugio, donde nos acostamos en nuestros respectivos sarcófagos para descansar.

    Hellcat
    Barcelona
    3 de junio de 2004
    Revisado: 4 de junio de 2004

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    Relatos: Yo, Vampiro (II)
    2. Isabelle.

    La siguiente noche fui despertado por la Sed. Aparté la pesada tapa de piedra del sarcófago y subí hasta la primera planta. Mi instinto me llevó hasta la biblioteca, donde Isabelle leía sentada en un sillón.
    “Has tardado en despertarte”, dijo mientras cerraba el libro, “llevo levantada desde el anochecer”.
    Me asomé a una de las ventanas y comprobé que, efectivamente, ya era noche cerrada y las sombras protectoras cubrían la ciudad.
    Isabelle me cogió de la mano y me llevó por la casa hasta una puerta que comunicaba ésta con las caballerizas. “Vamos”, me dijo con una sonrisa, “salgamos”. Al llegar junto a los caballos yo intenté besarla, pero ella detuvo mi ademán suavemente. “Cacemos primero”.
    Me molestó un poco que hiciera eso. ¿Acaso no era ella mi creadora? ¿Acaso no era mi amante? ¿O no lo era? Realmente, ¿qué me hacía pensar que yo era el único a quien amaba?
    Cuando ella se disponía a montar, la retuve. “¿Hay otros aparte de mí?”.
    “Si te refieres a si somos los únicos vampiros, la respuesta es no. Hay muchos más”
    “Sabes a qué me refiero”.
    Ella volvió a sonreir. Su sonrisa era para mí como un elixir de vida. Cuando lo hacía, mostraba unos dientes blancos, perfectamente distribuidos y enmarcados por unos labios ahora pálidos a causa de la Sed, pero que pronto se tornarían rosados… cuando hubiera bebido.
    “Sí, sé a lo que te refieres. No hay otros, aparte de ti”.
    Aflojé mi presa y montó. Yo la imité y ambos salimos del edificio en dirección a los barrios bajos.
    Aquella noche pude ver, por primera vez, como cazaba mi creadora. Cuando se abalanzó sobre su presa, no sólo vi, sino que también sentí, cómo Isabelle se transformaba en una especie de animal salvaje. No quiero decir con esto que su forma física cambiase, pues no fue así. Pero a mis ojos la transformación tuvo lugar. Había algo hermoso y primigenio en sus movimientos. Algo felino, tal y como pensé la primera vez que la vi.
    Yo cacé un hombre. No me fue difícil, puesto que mi fuerza física era muy superior a la suya. Pero su sangre… no sé cómo explicarlo. Noté una cierta diferencia con respecto a la de la mujer que había cazado la noche anterior. La sangre de la mujer había tenido un sabor dulce, agradable. Un sabor que había colmado todos mis deseos y expectativas. Sin embargo, la sangre de aquel hombre, aunque había saciado mi Sed, no me había llegado tan profundamente como la de la mujer.
    Quizá la diferencia estribara en algún remanente de mi heterosexualidad mortal, cuando rechazaba cualquier contacto carnal con hombres –al fin y al cabo, la caza de mortales tiene un fuerte componente carnal-. O quizá fuera que la primera vez que un vampiro caza, la sangre así conseguida sabe diferente. No lo sabía a ciencia cierta.
    Hice partícipe a Isabelle de mis pensamientos.
    “A mí me es indiferente cazar hombres o mujeres”, me explicó. “Sin embargo sí he oído que hay vampiros que prefieren una sangre determinada, aunque confieso que desconozco la causa. Me dices que el sabor es direrente. Que no experimentas las mismas sensaciones. Me parece tan buena explicación como cualquier otra. Nadie nos obliga a seguir unas determinadas reglas durante la caza. Puedes hacer lo que te plazca”.
    Aún hoy, sigo sin conocer la razón de que prefiera la sangre de las mujeres a la de los hombres. Pero desde entonces hasta ahora, más de nueve siglos después, salvo en contadas excepciones, sólo he cazado mujeres.
    Aquella fue la primera vez que constaté que Isabelle no conocía todas las respuestas a mis preguntas. Supuse que había muchas cosas que los vampiros desconocíamos de nosotros mismos.

    Durante las semanas siguientes, Isabelle me instruyó sobre la vida del vampiro y sobre mis nuevos poderes. Mejoré sensiblemente mis abilidades como manipulador de mentes, que no dudaba en poner a prueba con mis víctimas mortales.
    En una ocasión elegí como presa a una mujer a la que tan solo unos minutos antes había visto robar, con manos hábiles, a un hombre con el que fingió un choque accidental en una calle estrecha.
    Tras llevarla a un lugar tranquilo y seguro donde poder dar cuenta de ella, y cuando ya me disponía a tomar su sangre, Isabelle me habló.
    “¿Por qué no la usas para probar tu control mental?”.
    “¿Ahora?”.
    “Es tan buen momento como cualquier otro”.
    Miré a la mujer. Pese a mantenerla inmovilizada con mi mente, sus ojos expresaban todo el miedo que sentía. Sondeé sus pensamientos. Tenía miedo. La habíamos raptado, la habíamos llevado hasta un lugar solitario y, mediante algún tipo de “sortilegio”, impedíamos su fuga al mantener su cuerpo inmovilizado. Aquel hombre y aquella mujer de manifiesta hermosura que tenía ante ella, vestidos con lujosos ropajes, podían parecer dos excéntricos y acaudalados personajes, pero ella bien sabía lo que eran en realidad: demonios.
    ¿Y qué hacían los demonios con las mujeres mortales? Las poseían. Las violaban. Se contaban historias… terribles historias sobre mujeres que habían sufrido el ataque de demonios. Seres que no tenían otra cosa que hacer más que divertirse a costa de los mortales, usándolos para sus depravados juegos.
    Me reí con ganas. Despues de todo, aquella mujer no iba muy desencaminada en sus pensamientos.
    Y pensaba que iba a ser violada… Bien, ¿quién era yo para defraudar sus espectativas?.
    Aflojé la presión mental sobre ella lo suficiente como para que recuperara el control de sus brazos, pero no escapar.
    -Desnúdate, mujer- le ordené con voz firme.
    Vi en su mirada la confirmación de sus temores. La mujer no se movió. Seguía de pie, frente a mí, haciendo visibles esfuerzos por salir corriendo. Por escapar de los demonios. Pero los demonios no iban a dejar que huyera.
    Volví a aferrarme a su mente y desdoblé su conciencia. Ejercí en una parte el control suficiente como para obligarla a llevar sus propios brazos hasta la abotonadura de su vestido y que comenzase a desabrocharlo, mientras dejaba libre la otra parte. Sus ojos se desorbitaron de horror al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, pues la parte libre de su mente era consciente en todo momento del control que estaba ejerciendo sobre la otra parte. Ella sentía sus brazos como un elemento ajeno, aunque integrado en su cuerpo. Y no podía hacer nada por evitar ser desnudada con ellos, ya que ahora estaban bajo mi control.
    “Eres terrible, querido”, dijo Isabelle regocijándose en el espectáculo.
    Avancé hacia la mujer, ya desnuda ante mí y caminé alrededor de ella, observando su cuerpo, postergando el momento de tomarla. Ella lloraba. Isabelle reía.
    Me situé junto a mi creadora y juntos observamos a la mujer.
    “Eres uno de los seres más depravados que he conocido”.
    “Entonces, ¿soy digno de ti?”, repliqué sonriendo.
    “Sin duda”, respondió ella devolviéndome la sonrisa.
    Me liberé de mis vestiduras y salté sobre la mujer. La miré a los ojos mientras entraba en ella, asegurándome en todo momento de que la parte de su mente que yo mantenía libre fuera consciente de todo lo que estaba ocurriendo.
    Decidido a llevarla a un profundo clímax, me concentré en la tarea de darle placer y, cuando sentí que éste comenzaba, clavé mis colmillos en su cuello y comencé a succionar.
    Mientras mi cuerpo se alimentaba con su sangre, mi mente lo hacía con las sensaciones que emanaban del cerebro de la mujer. Estaba seguro de que jamás había experimentado un placer físico y mental como el que estaba sintiendo en aquellos momentos… que estaban siendo los últimos de su vida.
    Besé sus labios, ahora pálidos con toda la ternura de la que fui capaz y me levanté, dejándola tendida en el suelo.
    “¿La amas?”, me preguntó Isabelle, mirándome, mientras me vestía.
    “Me ha dado todo lo que era. No puedo dejar de amar a quién me lo ha dado todo”.
    “No te entiendo”.
    “Lo sé”.
    “Creo que te implicas demasiado con los mortales. Deberías mantener las distancias. Es peligroso para nosotros acercarnos tanto a ellos. Algunos inmortales han amado tanto a los humanos que han llegado a la locura al darse cuenta de que, pese a sus poderes, no pueden retenerlos en este mundo”.
    “Pero pueden darles el Don”.
    “¿A todos?”, dijo Isabelle con un gesto de incredulidad.
    “De acuerdo, no a todos, pero sí a aquéllos de cuya compañía no puedan o no sepan prescindir”.
    “No es tan sencillo. Uno nunca sabe qué resultado va a obtener al conceder el Don. Es difícil controlar a un vampiro, incluso por parte de otro vampiro”.
    “Entonces tú corriste un riesgo al concederme el Don a mí”.
    “En cierto modo, sí. Pero fue un riesgo calculado. Antes de que te hirieran te había estudiado en profundidad”.
    Me mantuve en silencio unos segundos, meditando sus palabras. “Condecer el Don…”. Quizá algún día yo también se lo concedería a algún mortal.
    “Antes has hablado de “nosotros”. ¿Cuándo conoceré a a otros vampiros?”.
    “Muy pronto, querido, muy pronto”.
    Abandonamos el lugar cogidos de la mano.

    En aquel tiempo mis preguntas eran constantes y cada explicación de Isabelle generaba otras nuevas que ella, con la paciencia de una maestra que instruye a un chiquillo, se esforzaba en contestar.
    Una noche, mientras paseábamos por las calles de la ciudad, le pregunté quién la había creado. Hasta ese momento sus respuestas siempre habían sido rápidas y precisas. Pero cuando le hice esa pregunta, pareció perderse en viejos recuerdos. Sin duda, la transición entre la vida mortal e inmortal era siempre traumática.
    “Hace mucho tiempo de eso. No deseo hablar de ello”
    “Pero antes de mí estabas tú. Y antes de ti hubo otro. ¿Y qué hubo antes que él?”.
    “Son preguntas cuya respuesta desconozco”, suspiró. “Pero si tanto te interesa te diré que fui creada hace más de novecientos años. Vivía con mi marido y mi hija en un pueblo de Germania. Los soldados romanos asaltaron el poblado en una de sus habituales operaciones de castigo para mantener sus fronteras libres de incursores. Estábamos en nuestra casa cuando oímos los primeros gritos y los cascos de los caballos romanos. Mi marido tomó su espada y salió de nuestro hogar indicándonos que no nos moviéramos de allí. Fue la última vez que lo vi. Al cabo de un rato, la puerta se abrió con violencia y entró un grupo de soldados romanos. Nos violaron a las dos… una y otra vez. Se turnaban para ello. Vi cómo mi porpia hija moría mientras era violada por aquellos salvajes sin escrúpulos. Ojalá los tuviera ahora ante mí.”
    Isabelle lloraba. Su cara se había se había transformado en un máscara donde se mezclaban el horror y la furia apenas contenida. Cuando pronunció la última frase sentí miedo. Percibí una fuerte oleada de odio emanando de ella. Aquellos romanos nunca sabrán la suerte que tienen de estar muertos y enterrados, pues a buen seguro que Isabelle les hubiera proporcionado una muerte mucho más cruel que la que sufrieron.
    Su semblante pareció apaciguarse un poco y continuó con el relato.
    “Cuando los soldados abandonaron la casa, hacía ya rato que el ruido de la batalla había dado paso a los sonidos propios del saqueo: gemidos, gritos, risas, el crepitar de las llamas que prendían en la madera de las casas… Yo yacía en el suelo, desnuda y ensangrentada. Del techo comenzaron a surgir volutas de humo. Estaba ardiendo. Como pude, me arrastré hasta el exterior. El panoramam era desolador: cuerpos sin vida por todas partes, niños llorando junto a los cadáveres de sus madres, casas ardiendo… No sé el tiempo que pasé tendida allí, sin pensar en nada, en un estado de semiinconsciencia, pero sí recuerdo haber visto mi hogar convertido en un montón de pavesas humeantes antes de sentir cómo era elevada por los aires y llevada hasta algún lugar fresco. Mi salvador, como ya te puedes imaginar, era uno de nosotros. Su nombre era Nafir. Me dio a elegir: la muerte o el Don. Aún rota por el dolor del recuerdo de mi marido y mi hija, elegí la inmortalidad. Muchas cosas pasaron desde entonces entre ambos… Él me enseñó a desenvolverme con mi nueva identidad inmortal, tal y como yo estoy haciendo contigo. Sin embargo, hace ya varios siglos que no veo a Nafir. No sé si aún existe o, por el contrario, ya abandonó este mundo”.
    “¿Decidisteis separaros?”.
    Isabelle esbozó una amarga sonrisa. “Lo decidió él”.
    Sentí una punzada en el corazón. “Entonces”, murmuré, “después de todo, sí hay otro”.
    Ella se situó frente a mí, me rodeó la cintura con sus brazos y me besó en los labios. “Aquello sucedió hace mucho tiempo. Ahora estás tú”.
    “¿Me abandonarás algún día?”
    “No se me otorgó el poder de ver el futuro”.
    “Esquivas mi pregunta”.
    Isabelle suspiró. “De verdad que no lo sé. Es posible que algún día sea necesario. Por ti o por mí”.
    Me sentí un poco abatido. No me imaginaba mi existencia inmortal sin tener a Isabelle a mi lado. Si ella me abandonaba algún día…
    “¿Qué hace un vampiro cuando se cansa de vivir?”
    “Lo mismo que cualquier mortal: quitarse la vida. Ya te conté que sólo hay dos formas de acabar con nosotros: mediante el fuego o mediante la luz del Sol. De todos modos, si alguna vez sientes tentaciones de quitarte la vida, te recomiendo el fuego. Es menos doloroso que el Sol… Pero deja que acabe el relato. Ahora que he comenzado a contártelo, me apetece hablar de ello. Cuando Nafir me dejó”, continuó Isabelle,” estuve muy mal durante un tiempo. Incluso pensé en acabar con mi existencia.“
    “Te entiendo”.
    Isabelle me miró y sentí como su mano apretaba ligeramente mi cintura.
    “Viví durante años”, continuó ella, “sin ningún objetivo. Sin nada que hacer más que cazar. Me divertía seduciendo a los mortales, jugando con ellos… Organizaba fiestas, conciertos… No había noche en que no acabara en la cama con un hombre, o una mujer… o varios. Supongo que intentaba llenar de alguna forma el espacio dejado por Nafir al marcharse. Pero todo era inútil. Estaba al borde de la locura… Y, un día, mi locura me hizo sufrír un accidente. Estuve a punto de ser destruída. Y tuve miedo. Comprendí que no quería que mi existencia acabara. Entonces abandoné el lugar y a todos los que conocía y me dediqué a recorrer el mundo. No hay mucho más que contar”.
    Permanecí unos segundos en silencio. “Siento que ya no estés con Nafir”, dije.
    “Da igual. Ya no soy la Isabelle que él conoció y a la que otorgó el Don. Soy más… pero también soy menos”.
    Empezaba a comprender a Isabelle. La mortalidad perdida siempre suscitaba en nosotros la angustia de lo que una vez fue y ya no podemos recuperar. Nuestra inmortalidad, nuestra belleza imperecedera, nuestros poderes… son lo único que los mortales perciben en nosotros. Pero ellos son incapaces de ver más allá. No acceden a nuestros pensamientos como nosotros accedemos a los suyos. No pueden percibir nuestra angustia ante la certeza de que no hay descanso para los de nuestra especie.
    Mis pensamientos volvieron de nuevo al origen de Isabelle. Nafir… si viviera, ¿qué poderes tendría? ¿Qué saber habría cumulado a través de tantos siglos de existenicia? ¿Y quién habría creado a Nafir? Y antes de su creador, ¿qué?.
    Decidí que, algún día, buscaría a Nafir. Que le preguntaría cuál era nuestro origen. Pensé que, con el tiempo, aprendería quiénes somos y cómo aparecimos sobre la faz de la tierra. Pero también en esto, como en muchas otras cosas, me equivoqué. En novecientos años no he encontrado respuestas a este misterio. Aparecimos y existimos, pero desconozco por qué. Quizá nuestra misión sea reinar sobre todas las criaturas. Pero, entonces, ¿por qué se nos hizo vulnerables a la luz del Sol? O quizá nuestra razón de existir sea controlar la siempre creciente población de mortales como un depredador de orden superior. Pero ellos siguen multiplicándose…
    Seguimos paseando cogidos de la cintura.

    Isabelle y yo siempre regresábamos antes del amanecer al palacio y hacíamos el amor cada noche, abrazándonos, tomando y dándonos nuestra sangre hasta que las luces del alba nos obligaban a desenlazar nuestros cuerpos y retirarnos a nuestros respectivos sarcófagos para descansar.
    En una ocasión, después de que hubiéramos hecho el amor y rompiendo un silencio que duraba ya varios minutos, Isabelle me dijo: “¿Te arrepientes de ser lo que eres?”.
    “¿Cómo puedo arrepentirme?”, le dije, sinceramente sorprendido. “Sin el Don estaría muerto”.
    “Pero no te di a elegir. Yo puede elegir, pero tú no”.
    Entonces la estreché entre mis brazos y la besé con toda la pasión de que fui capaz. “No me arrepiento”.
    Ella correspondió a mi abrazo, e hicimos de nuevo el amor mientras yo murmuraba, esta vez con mi propia voz.
    -Isabelle… mi Isabelle… mi reina… mi diosa…

    Hellcat
    Barcelona
    16 de junio de 2004

    #45388 Score: 0
    TesTone
    Participante

    Me ha gustado el relato Mesu, de hecho ya voy por el tercero. Una gran aportación. ;)

    #45411 Score: 0
    R3d_Rbon
    Participante

    Venga test no te hagas el interesante. Que se de buena mano que siempre te metes al ts pa no tener que escribir en el chat publico y ya no hablemos de leer. xDDD

    #45473 Score: 0
    mesUx
    Participante

    Gracias Test, están muy bien. Si veo algo interesante siempre intento hacerlo llegar a los demás. Aunque el foro sea de juegos ya ves que posteo cualquier cosa.

    Saludos!

    #45474 Score: 0
    TesTone
    Participante

    Pues lo dicho Mesu, ahí tus huevos…
    Red, calla puta. :P

    #45482 Score: 0
    imported_paulventseck
    Participante
    1 pt

    Buena paranoya Mesu ;) pero dices que es un foro de juegos, jajaja, ¿desde cuando? si de lo que menos hay es de juegos.
    Tenemos secciones de juegos, de baneos, de software, hardware, mercadillo, linux… vamos, que completito si que es :D
    Seguid aportando paranoyas que a quienes les gusta leer igual se deciden a hacerlo.

    #45504 Score: 0
    mesUx
    Participante

    La paranoia está guapa jeje. No sé si ponerlos seguidos o que. El foro, pues de todo un poco, pero alguna vez me ha parecido que sea de juegos. Mientras hayan bytes libres siempre es bueno aportar estas cosas aunque sean de vampiros. Ñam!

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